viernes, 26 de noviembre de 2010

Saturnino Herrán: necedades subjetivas; o de cómo ni la revolución ni la reacción han hecho justicia a un Maestro del Arte.

Casi un siglo después, Saturnino Herrán llega por fin a lo que quizá él mismo vislumbró como el recinto de su destino: El Teatro Nacional, hoy Palacio de Bellas Artes. Hace veintidós años, la cultura institucional de México quiso celebrar el centenario del nacimiento del pintor, sumándolo al del amigo y espejo Ramón López Velarde. Para la ocasión, se propuso un peregrinaje entre los espacios cuyas colecciones custodian las gotas del precioso y avaro néctar que es hoy su obra, que fuera truncada por la negligencia taumatúrgica. Entonces también se editó un catálogo que hasta ahora había permanecido como la única ocasión de apreciar la integridad monumental de su labor artística. La cereza de aquel pastel fue precisamente la declaratoria de monumento artístico y patrimonio nacional de la obra del Maestro de Aguascalientes, empedernido amante de la flora y la fauna femeninas, así como de las ambigüedades y oscilaciones de la Belleza.

Ahora que finalmente llega la ocasión de ver en un mismo lugar buena parte del cuerpo de su obra, puedo imaginar la gran dificultad del querer presentar la pintura de Herrán con un propósito discursivo y, peor aún, explicativo: su grandeza es evidente, no obvia. Si otro titán fuera el convidado a La alameda, (digamos Orozco: misma generación, misma estatura pero más longeva), sería tal vez más fácil distraerse con importantes planteamientos como la cantidad de piezas deseada por el curador, el directorio de una veintena de museos mexicanos y gringos, o las emociones y pareceres que la plástica haya provocado a la literatura. ¿Pero cómo explicar, no pretendamos a un pueblo, sino a una clase media que varios dibujos y unos cuantos cuadros “costumbristas” son tan valiosos para la cultura cuanto los irreverentes muros de San Ildefonso y la incendiaria bóveda de Guadalajara? ¿Cómo explicar que esto no figure en portadas de libros escolares? ¿Cómo evadir las trazas ideológicas? Y a la lista hay que agregar dificultades de otra índole.

Supongo que en la imaginación de los funcionarios federales, la exposición antológica Saturnino Herrán: instante subjetivo debe ser uno de los grandes aciertos en su administración de la política cultural. En el marco de las pirotecnias gubernamentales y empresariales para celebrar dos siglos de algo que no estoy muy seguro que seamos, ni que comprendamos o que al menos deseemos en común, esta exposición es algo que, en palabras de la propia Teresa Vicencio “no podía faltar”. Debe ser una parte importante del epílogo—o el epitafio—de la fiesta. Algo así como el petardo multicolor—el castillo ya se ha prendido el 16 de septiembre en la plaza de armas: espectacular homenaje a Michael Jackson y rave techno-psycho incluido. Dijo también la directora del INBA que la obra de Herrán “es un reflejo del México que hemos construido”. Yo tendría por lo menos un par de objeciones a esta aseveración. Pienso que Saturnino Herrán vio—y retrató—a una élite que pretendió y creyó construir una nación, una modernidad mexicana. El pintor nació en el punto álgido de ese proyecto nacional y vivió para ver el estallido de una guerra civil que significó ante todo la incapacidad de dicho proyecto para renovarse, para ser incluyente, para seguir el paso a los cambios que con el mismo se habían generado. “Él único pecado de Porfirio Díaz fue envejecer”, apuntaba con perspicacia Álvaro Obregón. Tras la guerra civil, otro proyecto nacional pretendió reconstruir y sobre todo definir a México: dar de una vez por todas con el alma nacional y darle su lugar entre las demás. Herrán no vivió para ver los nuevos frutos y las nuevas injusticias de ese nuevo proyecto nacional; pero en su pintura vive el sueño de una nueva estación de lo mexicano. Así que, tomando en cuenta que hoy el país vive una vez más un estado de guerra civil, quizá no sería descabellado articular un discurso meta-histórico con respecto a nuestra nación y el arte de Herrán. Pero hay que considerar que los mexicanos de hoy no hemos logrado construir mucho. Muy lejos está hoy la nación de verse construida. Parece más bien que vivimos entre las ruinas de lo que alguna vez se intentó construir, después se procuró desmantelar y ahora francamente se abandona a su auto-destrucción… perdón: a su suerte. Por esto substituiría el “reflejo del México que hemos construido” por un “destello del México que habría podido ser”. Atestiguamos pues uno de los más clamorosos (y más recurrentes) desatinos en la difusión de la cultura: utilizar al arte como munición política. Aunque quizá en estas líneas sí se cumpla uno de los precisos y fervientes deseos de la directora del INBA, quien declaró también que la exposición era parte de un conjunto de eventos que pretendían “mover a la reflexión”.

Pero no creo que las palabras de la directora sean lo netamente inapropiado. Para volver sobre los problemas serios del intento explicativo que permea la exposición, sería importante señalar el mayor error del discurso político: querer presentar esta obra como una certeza de la identidad mexicana, como uno de los principios sobre los que reposan nuestras certezas sobre lo que somos. Tal vez el título de la exposición alcance a rozar el significado del arte de Herrán si entendemos coloquialmente lo subjetivo como aquello a propósito de lo cual no puede haber certeza. Aún más relevante me parecería apuntar lo subjetivo en su obra como la visión de lo universal y lo nacional sujeta a lo imperativo de la ensoñación erótica y patética del pintor. Siento—sí: siento—que en la colorida y plasmática turgencia de sus flores (vegetales y humanas), como en la sinuosa y honda dureza de sus ídolos, Herrán percibía algo que hoy sonaría a disparate cursi o en el mejor de los casos a anacronismo poético: una verdad cósmica. Pero siento también—lo veo en sus afanes andróginos, en su abandono al placer de la carne—que de esto no estuvo siempre seguro. Herrán dudaba, no sabía, acaso creía. Tengo la impresión de que Saturnino Herrán Gudiño, curador de la muestra y nieto de Herrán Guinchard, se quedó solo y rebasado en el intento de presentar la obra de su abuelo al margen de los resabios de la ideología patriotera. Hoy quieren presentarnos a Saturnino Herrán como una certeza cultural de nuestra mexicanidad y pienso que es por esta clase de razonamientos que se atribuye importancia al “más mexicano de los pintores” en cuanto precursor de aquello que se ha convertido en un valor de reconocimiento iconográfico—más que icónico—de lo mexicano allende la cortina de nopal. Así como por largo tiempo el humanismo moderno—densamente ideologizado—ha querido ver el valor de Dante o Giotto en cuanto preludio o anuncio—anunciación—del Renacimiento en vez de estudiarles y apreciarles como unidad cabal de la creatividad y pensamiento medievales, hoy la cultura oficial de México prefiere todavía la comodidad historiográfica de ver en Herrán la antesala de lo que sería políticamente importante para un régimen en vez de estudiar y conocer el valor que la obra herranina contiene. Incluso Teresa del Conde (La Jornada, nov. 16, 2010) mira al arte de Herrán y habla de su pintura como “preludio del muralismo”.

Afortunadamente y a pesar de todo, el muy sensual esplendor de esta obra permanece intacto y es lo bastante poderoso como para que salgan sobrando todas estas necedades y podamos gozar de la experiencia de verlo aun en esta extraña panorámica.

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