Es ya el cielo. O la noche. O el mar que me reclama
con la voz de mis ríos aún temblando en su trueno,
sus mármoles yacentes hechos de carne en la arena,
y el hombre de la luna con la foca del circo,
y vicios de mejillas pintadas en los puertos,
y el horizonte tierno, siempre niño y eterno.
Si he de vivir, que sea sin timón y en delirio.
Gilberto Owen.
con la voz de mis ríos aún temblando en su trueno,
sus mármoles yacentes hechos de carne en la arena,
y el hombre de la luna con la foca del circo,
y vicios de mejillas pintadas en los puertos,
y el horizonte tierno, siempre niño y eterno.
Si he de vivir, que sea sin timón y en delirio.
Gilberto Owen.
A mis propios ojos, mi pintura ha ido germinando casi imperceptiblemente desde hace casi diez años. Para su desgracia ha heredado mi voracidad por el conocimiento y, peor aún, por la verdad. Su extraño desarrollo me ha ido dejando algo que he llegado a atesorar mucho más que esta risible herencia que no la ha dejado crecer sana: atisbos de claridad.
Mi pintura se me hace como una crisálida perennemente en el umbral de la eclosión. Una crisálida cuyo volumen y potencial metamórfico aumentan exponencialmente, como metabolizando el espacio y el tiempo en los que no acaban de estar ni de ser. Pero estoy seguro de que mi pintura no se nutre solamente de éter y espejismos. Estoy seguro que esta improbable pesadilla se ha nutrido también de substancia. Lo sé, porque otras pinturas con sus carnes, sus aromas y sus honduras han venido a fecundarla. Uno de los impedimentos del parto es que mi pintura no tiene un solo origen. No hablo de fuentes o de raíces. No hablo de inspiración. Hablo de un momento que tenga un nombre que se pueda decir principio. Pienso que mi pintura ha renacido varias veces sin haber antes perecido. Ha aprendido a dilatarse plegando las fibras de su capullo… y lo prefiere. Es difícil saber qué pintura estoy viviendo, qué tiempo se me está acabando, qué mirada soy ahora. No estoy seguro de que exista eso que digo “mi pintura”.
Si existe, debe ser una encrucijada que no siempre es el encuentro de las mismas direcciones. Si existe tal lugar, lo busco entre al menos cuatro fenómenos que, persistiendo, se han convirtiendo en obsesiones: la representación, la recreación, y aquellas contingencias vitales que aún hoy llamamos eros y thanatos. Las dos primeras son obsesiones netamente humanas, mientras que las dos últimas pueden ser observadas como fuerzas psicofísicas que largamente anteceden lo humano y, presumiblemente, le sobrevivirán.
Si mi pintura existe, es así en tanto ha ido plegándose sobre sí misma. Mi deseo es que se vuelva la representación del representar, la recreación del recrear. Que en ella eros abrace los pliegues del propio deseo. Que thanatos bese la propia frente y la propia mano.
Ya he intentado explicar que mi pintura no tiene un solo origen. Pero sí le reconozco una forma o, mejor, un devenir: como lenguaje. Pienso que la consciencia primera de la que se hizo mi pintura fue la de generarse como un lenguaje y perseguir un sentido que compartir, una forma en la cual permanecer. Un lenguaje que intenta dar sentido a sí mismo, que explora y se refiere a la propia forma, al propio articularse. Mi intención es que este metalenguaje no quede como un ensimismamiento laberíntico, infranqueable e inaccesible sino como una forma en la que la fugacidad y la eternidad se retraten a sí mismas. Con la pintura no pretendo hilvanar un discurso sobre y desde mis limitaciones. Lo que deseo es suscitar un encuentro y una meditación sobre la facultad de la imagen desde el eros de la pintura.
H.d’A.
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