Trataré de exponer y analizar lo más claramente que me sea posible, las razones por las que la pintura de Manuel Garibay, y esta pieza en particular, han merodeado mi cabeza desde hace tiempo. La primera es la potentísima ambigüedad de la presencia. Hablo de un fantasma que aparece desde la entrañas de las cosas, desde una presencia contundente de la materia devorada quirúrgicamente por la apariencia de lo que no está precisamente ahí sino un poco más allá. La pintura se desmiente. Hablo de la simultaneidad de estas presencias. Al revelarse desde un principio, al ser una revelación continua, el mecanismo de la trampa se hace más difícil de eludir y de descifrar. Estoy convencido de que se puede hablar de Modernidad en la pintura desde que ésta aparece consciente de su mentira. Casi de inmediato, los pinceles modernos más dotados encontraron una de las cimas de su placer en exhibir no sólo su consciencia del artificio sino también, sutilmente, su mecanismo. Por ello, pienso que a lo largo de la modernidad—y secuelas—la pintura occidental se ha caracterizado por una meditación y representación de su propia naturaleza, es decir de sus posibilidades plásticas, de sus alcances perceptuales, de los fenómenos científicamente mesurables implicados, así como también de sus limitaciones en cuanto signo y representación: tras el nacimiento de las ciencias, que se quedaron con los objetos de estudio de la pintura, ésta se volvió su objeto de estudio. Por supuesto, no estoy diciendo que la pintura haya sercenado sus relaciones con el mundo. Digo que un día la pintura miró al mundo desde la consciencia del principio ilusorio que en occidente se la había atribuido a sus significados. La pintura un día dejó de hacer la teoría de la naturaleza, a regañadientes fue relegada del papel metódico y clasificatorio de la scientia (quizá en otra ocasión veremos cómo la pintura nunca ha sabido resignarse perder este deseo) y comenzó a explorar las cosas a través y en pos de sus propios fenómenos ontogénicos.
Este saber y exhibir sus artilugios, han resultado en que el arte de la pintura se descubra y entienda a sí misma como articulación de la percepción y de la consciencia. Y esta es la segunda de las razones por las que he decidido escribir sobre el “detalle” de Garibay para con Kosuth. Aquella legendaria pieza de 1965 era un teorema incompleto. Sí: era un croquis eficaz del parto de un concepto; pero no hacía cuentas con el instinto simbólico y las pulsiones sensual-constructivas del hombre. Como la casi totalidad de las consecuencias de aquello que ya podemos llamar la tradición duchampiana, One and Three Chairs, afirmaba que el arte es un proceso meramente mental y los objetos resultantes no son verdaderamente valiosos, sino, a lo sumo, simples falacias encantadoras. Esa tradición—que no Duchamp—cuyo campo más fértil me parece el humor, nunca quiso aceptar que el gran arte, el que esplende, no es menos un acto erótico que una actividad de la mente. Esa tradición acusa a la pintura de ser un fetiche, no ve el gesto, no ve el tiempo, no quiere ver el eros, por eso se ha vuelto tan pudibunda y ridícula como aquellos a quienes alguna vez pretendió espantar ( ¡no sabían pintar, no sabían pintar, no sabían pintar…). La pieza de Garibay es más poderosa que la Kosuth porque está hecha de más apariencias, porque cada apariencia es el rostro de una forma distinta de entender el mundo mediante su transformación, porque la construcción del lenguaje se entiende como un fenómeno más complejo y, sobre todo, porque las apariencias legibles significan más tiempo ergo más vida. Es un detonador estético de mucho mayor alcance y al mismo tiempo es un teorema más sofisticado de la inteligencia. Una pieza en la que cabe un universo de significados y representaciones pero concebida y lograda como una unidad perceptual rigurosamente ordenada y codificada. Y aquí viene la tercera razón de mis líneas: Kosuth nos presentó muy pocas de las causas y efectos que hacen un concepto y ahí donde el gringo no se metió, es decir, en lo que pasa entre causa y efecto, Garibay propone un modelo teórico: la estructura de la pieza. Este planteamiento estructural es más bien sencillo y claro, nunca pretende renunciar a su legibilidad y nos confronta con una neta vocación constructiva afín al ser de la mente: una construcción incesante.
H.d’A. México, II/MMX
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