jueves, 29 de octubre de 2009

Apuntes a una lectura de Michaud II

Si bien la reflexión sobre el gusto como fenómeno sensorial, racional, y de identidad ha sido una de las predilecciones de nuestra civilización desde su nacimiento, no fue sino hasta la era moderna que la Estética, como disciplina de conocimiento de los sentidos se diferenció y especializó de una manera similar a las disciplinas científicas, proponiendo métodos de conocimiento que pretendían superar la especulación y la contemplación.
El problema fundamental de la Estética es el fenómeno del gusto: su origen y sus alcances en un sujeto. Las civilizaciones clásicas identificaron el gusto con una idea de lo bello, pero en la era moderna el origen del gusto se identifica en el placer, más precisamente en un placer desinteresado, para decirlo con Kant.
La modernidad ha entendido la forma como portadora de significados y se ha puesto el problema del equilibrio entre las dimensiones de un contenido y una apariencia, esta última generalmente perteneciente a un objeto. Para Hegel la forma bella es aquella que participa del espíritu, es una manifestación del espíritu… pero Hegel está convencido también de que esa experiencia espiritual del arte no puede prescindir de la forma para tener lugar. Si bien la Estética ha ya comenzado a cuestionar el papel del objeto como provocador de placer, no es sino hasta la aparición de la fotografía, y el perfeccionamiento y uso masivo de los métodos de reproducción de la imagen, que empieza a quebrarse el credo en el valor de la experiencia artística como emoción provocada por una transformación de la materia.
Los modernismos no dejan de entender el placer como un fenómeno que tiene lugar en medio de una dicotomía: espíritu-materia, intelecto-sensibilidad, razón-emoción, idea-objeto. Así, entre las vanguardias hay momentos en que se busca volcar el valor de la experiencia estética de lo sensible a lo intelectual (constructivismo, cubismo analítico, racionalismo arquitectónico). Dadá da el paso fuerte de la estética moderna, prescindiendo del valor ilusorio del objeto artístico y cuestionando ferozmente la necesidad del objeto, su durabilidad, su unicidad, como corpus del arte.
Entre la reproducibilidad técnica que tanto inquietaba a Benjamin, el despertar del sueño del positivismo y la inclinación por lo efímero y por una pureza del juego mental, se gestó la desmaterialización del objeto artístico. El arte se dio a la tarea de trascender el discurso visual y ha venido buscando alternativas estéticas desde entonces. La contemplación ha sido rápidamente desplazada por la interacción. Pero, para esta última, el valor del objeto (como juguete) ha sido de gran utilidad. Es por esto que, aún dentro de la estética actual de lo interactivo, los objetos no han dejado de ocupar un nicho privilegiado.

H.d’A.

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